La Residencia
Siempre que
leo una entrevista a un escritor, sea profesional o aficionado, hay una
pregunta que va dirigida a los motivos por los que empezó a escribir. Nunca
responden que por dinero, por fama, por reconocimiento…, todos apelan a un
motivo que no se puede tocar con la punta de los dedos: la necesidad.
Hoy esa
necesidad me lleva a desplazarme a Puerta de Toledo, en Madrid. Allí
hay una residencia de ancianos que visité durante muchos años. Podría hacer como siempre, inventarme los
personajes de los relatos, hacerlos míos... pero es justo que esta vez no cambie
nada. Al fin y al cabo ellos vivieron allí. Eran tan reales como tú y yo.
Si os decidís y entráis en la Residencia, en
el hall os estará esperando Aurelio, que todas las tardes se asoma a la puerta
a ver la vida pasar con las manos atrás. Nunca os contará nada si no le habláis
primero. Al principio os podrá parecer serio, pero en cuanto le digáis algo
veréis que es simpático y que su pose de hombre rígido es sólo una fachada.
Pronto, a la izquierda, encontraréis el salón principal. Si es jueves es
posible que veáis a muchos residentes que han juntado las mesas y están jugando
al bingo. Juliana es la que canta los números. Cuando sale el quince se para y
dice “la niña bonita”, y al gritar “¡bingo!” escucharéis como más de uno se
queja. El enfado de la derrota no entiende de edades.
Si estáis en el salón os habréis fijado que
en la esquina hay un señor callado observando todo lo que pasa a su alrededor.
A veces está con la mano derecha tapándose la cara. Eso es porque le duele todo
el cuerpo. Le cuesta mucho andar. Él es Pepe, pero podéis llamarle
cariñosamente Pepín. Os pasará como con Aurelio: creeréis que es serio pero
pronto entenderéis que está deseando tener una conversación. Contadle cualquier
cosa de vuestro trabajo, de vuestra ciudad, o una anécdota sin importancia. Él os preguntará mil veces y, si otro
día volvéis, no os quepa duda de que se acordará de cada detalle como si se lo
acabarais de explicar. A veces dice que ya no tiene nada que hacer en este
mundo, pero yo no le creo. Sé que al día siguiente se quiere volver a levantar.
Más adelante, ya en el segundo piso, no os
podéis ir sin saludar a Santiago. Es el más alto de toda la Residencia, su
presencia destaca entre todos. Antes compartía habitación con su mujer, pero
ella falleció. Notaréis en sus ojos la tristeza por la ausencia después de más
de cincuenta años juntos. Es normal, pero sigue adelante. Si sois de Segovia,
os contará sus recuerdos porque conoce la ciudad. También os hablará de
política, de economía y de deportes, porque sigue fiel al periódico y al
Telediario. Y nunca se le olvida un rostro; con que os crucéis una vez será
suficiente para que os conozca para siempre. Se despedirá dándoos un fuerte
apretón de manos mirándoos a los ojos. Os entrarán ganas de volver a visitarle,
ya os aviso.
En ese mismo piso están dos de los hombres más
entrañables, Lucio y Gregorio. Los que llevamos años yendo no entenderíamos a
uno sin el otro. Lucio tiene un pelo blanco envidiable, es fuerte, pero sé que
de primeras os fijaréis en las gafas de sol que le tapan la ceguera. Nunca le
he preguntado desde cuándo está así. Lo importante es cogerle del brazo y
avisarle de que venís a verle. Enseguida os recibirá con un -¡hombreeee!- y os
alzará la mano para que se la estrechéis. Os preguntará que cómo os va todo y
escuchará atento vuestros comentarios; el oído no le falla.
Gregorio es el más
bromista de todos, es un lujo tenerle como residente. Para saludar os dirá - Joven, ¿qué paixa?- Me encanta cuando lo dice. Si sois altos, os contará que
él, en su tiempo, era Cabo Gastador del ejército y os dirá también que no sabe
qué comen los jóvenes de hoy en día para ser tan grandes. Bromead con él, es
cuando se siente más a gusto. Habladle de mujeres que entran a medianoche por
los balcones, o de fiestas que, aunque no vayáis a ir, estarán en vuestra
imaginación. Él disfruta. Tenéis que saber que se dedicó durante mucho tiempo
al mundo del espectáculo y que su mujer fue una gran actriz española. No os
diré su nombre, prefiero que vayáis allí y se lo preguntéis. A mí me ha contado
anécdotas de aquella época. Relatadas por él tienen más valor porque lo hace
con un brillo en los ojos que te hace entender que todo fue verdad y que no ha
olvidado a su esposa, de la que habla con mucho cariño. Si algún día llegáis
tarde podéis encontrar a Lucio y Gregorio a las 19.50 yendo juntos en
el ascensor. Les gusta ser de los primeros en entrar y, si tenéis hambre, ellos
no dudarán en invitaros sinceramente a compartir mesa y mantel. Son gente
buena, muy buena.
Y en la planta
cuarta están las mejores: Lola y Paquita. No negaré que son mis preferidas,
parten con ventaja: son mis abuelas. Son opuestas, tienen muy pocas cosas en
común. Paquita es más tranquila, acepta las cosas como vienen y no la
escucharéis quejarse. Lola es más coqueta y algo rebelde, tiene más carácter,
pero eso no es malo. Es la más joven de todos los residentes. Me río cuando
dice que está rodeada de viejos. Ambas quedaron viudas muy pronto. Pocas veces
hablan de mis abuelos pero yo sé que se acuerdan mucho de ellos.
Con vosotros
no lo harán, pero cuando voy siempre dicen a todos que yo soy su nieto, se
ponen muy contentas con las visitas. Seguro que porque pronto entendieron que
estar en una residencia no era ni mucho menos sinónimo de olvido. Les gusta que
me integre. Si hay algún juego o dan algo de comer, enseguida preguntan si yo
también puedo participar. Cuando juegan a los bolos, Paquita siempre le dice a
la enfermera que yo también tengo que tirar, y yo le digo que no, que si no
hago trampas. No queda muy convencida, pero al final consigo que sea ella quien
lance la bola. La comida no les gusta demasiado, pero no porque sea mala, es
que ellas han sido dos cocineras geniales y ahora cualquier cosa se les queda
pequeña. Si hace buen tiempo las veréis paseando por la calle Toledo. Se
abrigan bien y suben hasta el final de la calle, agarradas a mi brazo o al de
mis padres. Los sábados por la tarde no vayáis, siempre van juntas a misa y
luego suben a ver la televisión hasta la hora de la cena. Les gustan las
telenovelas, y a Lola también las canciones de Isabel Pantoja y Lola Flores.
Por cierto, si alguna vez llamáis a Lola, la reconoceréis de inmediato porque
cuando coge el teléfono siempre responde, con su acento gallego, con un
inconfundible -¿Quién está al aparato?-
Cuando me despido, las dejo ya sentadas en el comedor
para cenar. Como hacen Gregorio y Lucio, me piden sinceramente que me quede.
Ellas son el principal motivo de mis visitas.
Podría seguir
durante horas hablando de Pablo, que siempre está viendo la tele con esos
cascos gigantes, o de Marisa, que no falta un solo día a visitar a su padre que
tiene Alzheimer. De Ángela, que a sus noventa y cinco años conserva una lucidez
asombrosa. De Blanca, Flora, Conchita, Rosa, Manuel, que tiene la tele con el volumen casi al máximo… pero, como os he dicho
antes, prefiero que vayáis vosotros y comprobéis la cantidad de historias y de
personas de las que se aprende. Ellos agradecerán que les visitéis. Dará igual
que no les conozcáis, son muy receptivos y en diez minutos pensaréis que les
conocéis de toda la vida. Total, qué es una hora de nuestro tiempo con todo el
que malgastamos. Yo estuve nueve años y me acuerdo de ellos como el primer día. De todos.
Y es que a
veces no nos damos cuenta de que los mayores no son el pasado. Son tan
presentes como tú y como yo.