martes, 16 de noviembre de 2010

Desaparecidos (II parte)


A pesar de mi intento por llevar la rutina de veranos anteriores fue imposible. Estaba solo en casa, y aunque en la piscina coincidía con amigos, éstos iban teniendo hijos y mujeres a los que dedicar más tiempo. Cada año mi abuela Paulina me recordaba que sin hijos la vida no tenía sentido. Centraba sus esfuerzos en convencerme a mí porque mi hermana y mis cinco primos ya habían pasado por el altar… y alguno por el abogado al poco tiempo. Una tarde llamaron a mi puerta. Era Sebastián, mi vecino. Me dijo que si quería ayudar en una batida que se había organizado a las seis de la tarde para buscar a las dos muchachas y al zapatero. Acepté. Durante cuatro horas rastreamos los alrededores, el río, el bosque… no encontramos ningún indicio que nos guiara. Con la impotencia de no obtener respuestas nos fuimos a la Taberna de Manolo. Hasta entonces no había sido consciente de la frustración de todo un pueblo que no entendía cómo tres personas se habían esfumado en apenas una semana. Bebí dos cervezas y volví a casa. Era medianoche. Lo recuerdo porque sonaron las campañas de la Iglesia anunciando el cambio de día. Estaba cansado y me dolían los pies de tanto caminar por el bosque. Ni me quité la ropa, caí abatido en la cama. En menos de un minuto estaba dormido.

Desperté sudoroso. Serían las cuatro de la madrugada. Bajé a la cocina a por una botella de agua bien fría. Ya desvelado opté por salir como siempre al balcón. Saqué una silla y me senté a contemplar la luna llena que iluminaba majestuosamente la plazuela de delante de casa, de la que destacaban por encima de todo dos enormes naranjos. El silencio que acompañaba tan placido momento se vio interrumpido por el caminar de alguien que se acercaba. Pensé que sería Sebastián que regresaba de la Taberna, pero en su lugar quien apareció fue el mismo gato de la noche anterior. Levanté la cabeza esperando ver al autor de las pisadas. Con la aparición del animal tarde en darme cuenta que ya no se escuchaban. Allí estaba él, como una estatua, mirándome exactamente en el mismo lugar. Me ponía muy nervioso. Le lancé un chorro de agua de la botella, le cayó en la cabeza. Empecé a reír. El gato salió despedido, pero cuál fue mi sorpresa que cayó en los brazos de una chica a la que no había oído llegar. No sé cuánto llevaba allí. Tendría unos dieciocho años. Vestía un pantalón vaquero corto y una camiseta de tirantes rosa.


-¡Chica! No deberías andar sola a estas horas. Por lo menos hasta que no sepamos qué ha pasado con los vecinos que han desaparecido- me miró mientras acariciaba al gato. Su gesto era inexpresivo.

-Oye perdona que le haya tirado un poco de agua. Es que a tu mascota le ha dado por sentarse a vigilarme todas las noches y me enferma- seguía sin hablar. Aburrido de no recibir contestación agarré la silla y me metí para dentro. Estuve dando vueltas en la cama pensando tonterías hasta que me vino a la cabeza un inquietante pensamiento: no había notado los pasos de la chica alejándose. Salí por segunda vez al balcón. Del susto casi pierdo el corazón, ella estaba allí, mirándome con el mismo gesto.
-¿Te quieres ir de una vez?- dije bruscamente. Sonrió levemente y, sin soltar al gato, estiró el brazo y me señaló con el dedo índice. Había unos diez metros de distancia entre nosotros, suficiente para que pudiera escuchar el susurro que repitió en tres ocasiones:

-Serás tú- se dio la vuelta y se marchó despacio.

Continuará...

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