viernes, 5 de noviembre de 2010

El escritor anónimo


La conferencia estaba programada para las ocho de la tarde, pero una hora antes ya me encontraba en el aparcamiento de la Universidad. Desde que me dieron aquel detestable e inoportuno premio, mi vida era una combinación explosiva de trabajo, charlas y soledad, y no a partes iguales precisamente.

Si seguía hablando ante gente a la que lo único que le importaba de mí era poder hacerse una foto con aquel que ahora era portada en tantos medios y televisiones, era porque por cada hora que hablaba a aquellos jóvenes recibía tres mil euros. Irónicamente tenía que estar agradecido a mi eterna enemiga, la estúpida televisión, de que mi caché con treinta y cinco años se hubiera multiplicado por quince.

Para no aguantar a pelotas de medio pelo, políticos la mayoría que habían confirmado su asistencia en busca de la foto fácil, busqué en los alrededores el bar que estuviera más vacío para hacer tiempo. Siempre he preferido que me esperen a esperar, algo injusto por otro lado. Entré en una cafetería ambientada en Irlanda. El mobiliario era de madera. Había matrículas, carteles publicitarios y fotos de mujeres que ni el dueño debía conocer. En las mesas, cinco personas tomaban cerveza o café, no lo recuerdo. Una voz dulce pero atrevida llamó mi atención:

-Buenas tardes señor, ¿qué desea?- me recibió con una sonrisa natural, sin aparentar lo que no era.

-Pues ante todo que no me llames señor, tengo treinta y cinco años y cuando dices esa palabra tan fea automáticamente paso a tener cincuenta. Una cerveza por favor, señorita– nunca he sido muy ágil en el noble arte de hablar con mujeres, pero aquella camarera despertaba confianza al mirarla.

Desde que era famoso, muchas chicas se me acercaban por interés en un restaurante o en un bar, algunas cuando no las hacía caso me decían que era un chulo y que me creía algo por salir en televisión. Yo reía pensando que era justo al revés, en mi vida anónima jamás había recibido una oferta indecente de una mujer explosiva y ahora parecía una rifa. Otro, en mi situación, se hubiera aprovechado, pero mi reacción espontánea era mandarlas educadamente por el mismo camino por el que habían llegado. Con la camarera hice una prueba para comprobar si me había reconocido:


-Está llegando mucha gente a la universidad, ¿sabes si es que viene alguien importante? – le pregunté haciéndome el despistado.

-Creo que da una conferencia el escritor ese que está tan de moda ahora, no me acuerdo de su nombre, Santiago no sé qué, creo que se llama.- La verdad es que nunca me habían cambiado los apellidos con tanta gracia.

-Me he leído dos libros de él, me aburrieron tanto que me niego a leer el nuevo sólo porque haya vendido un millón de ejemplares y le hayan dado ese premio; seguro que es una moda pasajera y en dos días nadie se acuerda.

Por ahí es por donde me ganó. La frase aparentemente no decía nada, pero me pareció que detrás escondía una mujer con ideas propias. Le dije que a mí me pasaba lo mismo, que ese tal Santiago “no sé qué” era un pedante. Sin yo preguntarle, y mientras me servía una cerveza y unas aceitunas, empezó a hablarme de sus gustos literarios, y de su libro preferido, uno que narraba la vida cotidiana de un barrio egipcio pobre. Hablaba con decisión, gesticulando con tanta intensidad que parecía que había sido la protagonista de la historia. No me hacía falta decirle nada. Ella misma entrelazaba un libro con otro. Después pasó a la música; yo no coincidía con sus gustos pero daba igual. Me sirvió otra cerveza que acepté con gusto. Quizás para otro aquel rato era uno más entre mil pero para mí el anonimato y la compañía desinteresada eran lujos que no podía desaprovechar.

Cuando miré el reloj pasaban diez minutos de las ocho. Llegaba tarde. Pagué y le pregunté hasta qué hora estaría. Me dijo que cerraba a las doce. Pasé toda la conferencia deseando que me hicieran pocas preguntas y terminar pronto para volver al bar irlandés, aunque estuve cómodo. Los casi trescientos alumnos que asistieron mostraron interés y me hicieron preguntas que desembocaron en un debate interesante que no esperaba. Dos horas después fui despedido entre aplausos. El rector se empeñó en invitarme a cenar, pero me excusé diciendo que tenía que estar en Madrid esa misma noche. Salí con el coche para no levantar sospecha, lo aparqué detrás del bar y entré nuevamente. Allí seguía ella, limpiando la barra mientras tarareaba el “Let it be” que sonaba en la radio. Me saludó con su sonrisa que ya me parecía familiar y sin pedirlo me sirvió otra cerveza.

-He estado escuchando a Santiago Montero. Tenías razón, el tío es aburridísimo, no sé cómo ha llenado el salón de actos.- Me divertía meterme conmigo mismo.

-¿Ves? Te lo dije. Seguro que la mitad de la gente estaba ahí sin haberse leído una página de lo que ha escrito, ¡pero claro, hay que decir que has visto a Santiago Montero, si no parecemos incultos! Si le tuviera delante le diría lo plomo que es con todas esas divagaciones. ¡Además, que siempre habla de cosas tristes, como si no hubiera temas más alegres!- Estuve como veinte segundos riéndome. Me miraba raro pensando que no había dicho nada tan gracioso para que estuviera desternillándome. Aparte de algún crítico literario que me tenía manía enfermiza, nadie me había hablado con tanta sinceridad sobre mis libros, aunque fuera sin quererlo.

El bar se quedó vacío y de las cervezas pasamos a los gin-tonic. Sara, que así se llamaba la camarera, cerró y bajó la verja. Dentro, nos sentamos en una mesa a seguir hablando, luego a reírnos con anécdotas de nuestras vidas, también a discutir cuando la cancerígena política salió en la conversación… Así hasta las cuatro de la madrugada, cuando acordamos que podíamos seguir en su casa. Allí pasé una noche inolvidable. Por primera vez en muchos meses sentía que era donde quería estar, y todo gracias a una desconocida de la que sabía más que de toda la gente que me rodeaba. Sara me había hecho sentir mejor que todas aquellas mujeres que poco les importaba quién era realmente Santiago Montero.

Desperté sobre las diez. Ella seguía durmiendo. Despacio, salí de la cama y me vestí para irme porque a las dos tenía en Madrid un compromiso con la editorial del que no podía librarme. Antes de salir cogí de mi maleta un ejemplar del libro premiado, lo firmé y escribí una dedicatoria en la primera hoja:

“Sara, por el brillo que nace en tus ojos y por la vitalidad que desprendes y contagias, tú serás protagonista de mi próximo libro. Santiago Montero”... y lo dejé encima de la cama.

Y así es como, hace ocho años, conocí a la que hoy es mi mujer, mi apoyo, la que me acompaña cada día y de la que no dejo de aprender.

2 comentarios:

  1. Toma ya! Espectacular, me encanta, me encanta y me encanta, lalalalalala, me quedo.
    Saludos

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  2. Muchas gracias por esta visita, María. Un placer tenerte por aquí, cerca. Nos leemos siempre que quieras. Un beso.

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