lunes, 29 de julio de 2013

El día que me enterraron



El día que me enterraron
Recuerdo que era sábado porque ese día no tenía que trabajar. Me desperté sin necesidad de dormir más. Supe pronto que algo pasaba. No había ruidos en casa ni gritos de los niños, que siempre se levantan antes que yo y vienen a mi cama a despertarme para que juegue con ellos. No se lo he dicho, tengo un niño y una niña; Manuel, de cinco años, y Alejandra, de cuatro. A diario soy yo el que los despierta para que vayan al colegio, pero los fines de semana se vengan y me aplastan lanzándose y saltando a mi cama. Siempre me quejo, pero no voy a engañarles, me encanta que lo hagan.
Como les comento, no escuchaba un paso que indicara que había vida en mi casa. Perezoso, fui a la cocina, preparé un café y unas tostadas que se quemaron. Tuve que rasparlas con un cuchillo, si no, su sabor no me gusta y las termino tirando a la basura. Con la prensa del día como única compañía saboreé el delicioso café que tan bien me venía a esas horas. Tomo uno por la mañana para despertarme del todo. En el periódico hablaban de lo habitual: de peleas entre políticos, de guerras olvidadas, de personajes que tendrían que aparecer en otro tipo de publicación pero que han ganado tanta importancia y tan poco prestigio que ahora ocupan columnas en los diarios… Sin querer, llegué a las esquelas, nunca las leo. Ver nombres de muertos no está entre mis intereses comunes. Además, nunca conozco a nadie, no me invaden sentimientos ni de alegría ni de pena. Pero ese día sí que me llamó la atención una; alguien con el mismo nombre que yo y la misma edad había muerto. La esquela anunciaba que el desgraciado dejaba una apenada esposa y dos hijos, además de sobrinos, primos, abuelos, padres y demás parentescos. En una ciudad de apenas 100.000 habitantes existían dos Fernando Álvarez Vadillo. Era curioso… aunque uno ya era historia.
El teléfono sonó. Hasta el séptimo tono no lo cogí pensando que sería un vendedor. Era mi mujer, Irene:
-Fernando, cariño. ¿Dónde estás? Llevamos más de media hora esperándote. La gente empieza a preocuparse- dijo en voz baja, como si no quisiera que el resto la escucharan.
-¿Quién me espera, Irene? Estoy aquí, en casa, desayunando y leyendo la prensa, como todos los sábados. Yo hoy no he quedado con nadie-
            -¿Es que no eres capaz de llegar puntual ni a tu propio entierro? Aunque sea hazlo por mí y por los niños. Están preguntando todo el rato que cuándo vas a llegar.
Tienes diez minutos. Te quiero.-
Sin darme tiempo a responder, colgó. Su tono de voz era serio, cortante. No quería demostrarme excesivo afecto por miedo a no contener el llanto. Probé a llamarla, salía apagado o fuera de cobertura, que era como había quedado yo con ese anuncio tan surrealista; tenía que asistir a mi propio entierro. Convencido de que únicamente podía tratarse de una broma o un error, me arreglé y salí directo a la Iglesia. Algo en mí me decía que el asunto era serio. No puedo explicar por qué inconscientemente me puse mi mejor traje, el que llevaba a las reuniones importantes de trabajo.
 No había nadie en la entrada del templo. Miré a todos lados, ni un alma en la calle. El día era soleado y ni así escuchaba a los pájaros. Frente a la iglesia había un parque que, a esas horas y con buen tiempo, ya debía rebosar vida a cada centímetro.
Me santigüé y accedí al interior de la Iglesia por la puerta trasera. Estaba repleta, incluso algunos se agolpaban en los pasillos. Todas eran caras conocidas. Me observaban a la vez con lástima y resignación, igual que un médico que le dice a su paciente que le quedan semanas de vida. Se miraban entre ellos, consolándose unos a otros. Desde el altar, el sacerdote me invitaba a acercarme con las manos y una media sonrisa forzada. En la primera fila aguardaban mis padres, mis suegros, Irene y los niños que, al pasar junto a ellos, no se acercaron a darme un beso. Manuel lo intentó, pero su abuela materna se lo impidió. Nunca me cayó bien esa bruja ni el sabelotodo de su segundo marido.
  -Siéntate aquí, hijo. Ya no tienes nada que temer”- me dijo el cura.
            El féretro estaba abierto junto a mí. Separé la silla del ataúd, negando lo que ya era evidente. Estaba muerto. Intenté protestar. El cura me silenciaba con leves susurros, más propios de la madre que quiere dormir al niño que de un sacerdote que quiere enterrarme.
              La ceremonia transcurrió como es habitual. Los tópicos inundaron la previsible homilía entre llantos y lamentos. Resignado, me dediqué a observar por curiosidad quién había venido a despedirme. Estaban todos los que quería que estuvieran, pero sobraban unos cuantos. Allí estaba en la cuarta fila, con cara de afligido, Marcos Toledo, el ser más envidioso y retorcido que conocí. Trabajé seis años con él y de su boca nunca salió nada que no fuera veneno. Dos filas detrás estaba sentada una ex novia, Lucía Freire. Decir que acabé mal con ella es ser muy generoso. La dejé por la que hasta hoy era mi mujer. Hubiera apostado la vida que me habían arrebatado sin previo aviso, a que Lucía vino a mi funeral a comprobar que estaba completamente muerto. Sonreí al pensar que era afortunado por poder presenciar en directo mi propia despedida.
 Tras la comunión y unos cánticos que colaboraban fielmente a que el respetable llorara aún más, terminó la misa, recordando nuevamente el cura que yo estaría cuidando de los allí presentes desde el cielo… lugar en el que por otra parte el distinguido páter aseguraba sin conocimiento de causa, que estaría mejor. No me conocía, de lo contrario no hubiera afirmado a la ligera que prefería el cielo a estar desayunando en mi casa, con mi familia, mi café recién hecho y mi periódico. Me pidió que me levantara y que me tumbara en el ataúd, despacio, sin prisa, que para estar muerto siempre habrá tiempo. Obedecí sin rechistar. Yo era el único que no tenía derecho a quejarme, total, estaba muerto. Me quedaba un poco pequeño, pero ni eso pude decir. Me quité los zapatos. Con la de tiempo que iba a pasar en esa caja me podían provocar heridas. Seguía pensando como un vivo.
Una última absolución y cerraron el ataúd… justo en ese momento desperté entre sudores, jadeos y palpitaciones. Sentí alivio, había sido un sueño demasiado real. En el otro lado de la cama no estaba mi mujer, me extrañé, los niños no correteaban por el pasillo. El calendario marcaba sábado 15. Fui a la cocina a preparar el desayuno, el periódico del día esperaba en la mesa… entonces sonó el teléfono, era mi mujer:
  -Fernando, cariño. ¿Dónde estás? Llevamos más de media hora esperándote. La gente empieza a preocuparse-

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