Eran las tres de la madrugada.
Para ser Febrero, el día había resultado bastante caluroso, la gente había
aprovechado la ocasión para pasear sin abrigo ni bufanda, imaginando que ya era
junio. Aunque pronto llegarían las seis de la tarde para recordar que seguía
anocheciendo pronto y que el frío en Segovia no desaparece, sólo se esconde.
Como os he dicho, eran las tres. Puedo parecer pesado
insistiendo pero, para el hecho que voy a relataros, la hora puede llegar a ser
importante. Toda mi familia estaba acostada menos yo, porque me gusta quedarme
hasta tarde para hacer cosas o ver una película. Llevaba un rato viendo un
capítulo de “Aída” cuando vino el sueño a por mí, aunque antes me entraron
ganas de beber algo. Qué decisión más poco acertada, pensaría minutos después.
Fui al frigorífico. Lo abrí. Entre todos los alimentos
destacaba de manera especial una jarra llena de leche con Cola Cao. Allí estaba
ella, repleta hasta el borde prácticamente, deseosa de que la agarrara
fuertemente por el asa y vaciara su contenido en una taza. Con esa insinuación
no podía decirle que no, uno no está hecho de piedra. Dejándome llevar, cogí
con vehemencia fuertemente la jarra y la saqué del frigorífico para llevarla a
la mesa que se encuentra a un metro escaso. "¡Tú no te me escapas!"-
pensé.
Creedme queridos lectores cuando os digo que pocas veces
me he equivocado tanto al hablar. Noté que algo no iba bien. El ambiente se
enrareció, los árboles en la calle se agitaban nerviosos, los contados pájaros
que quedaban despiertos huían despavoridos de la ciudad…, algo terrible estaba
a punto de suceder. Dicen que en un segundo te puede cambiar la vida. Aún no he
podido comprobarlo, pero sí he visto de primera mano que en una milésima te
puede cambiar la noche.
Y es que una milésima de segundo es el tiempo que tardó
el fondo de la jarra con dos litros de Cola Cao (recordad que no estaba medio
vacía sino repleta) en romperse camino de la mesa. Por si no me habéis
entendido bien, no estoy diciendo que la jarra se quebrara en mil pedazos ni
nada parecido, no. La jarra quedó totalmente intacta con la insignificante
salvedad de que el fondo se despegó del resto del objeto. Una anécdota
divertida sino fuera porque un tsunami de leche empezó a correr incontrolable
por la cocina.
Me quedé con la jarra en la mano, ya no había vuelta
atrás. La miraba incrédulo. Creo que la expresión "se te ha quedado cara
de tonto" se creó acuñó para situaciones como esta. Intentaba buscar una
explicación a por qué a las 3 de la mañana tenía un recipiente sin fondo en la
mano y en el suelo, en la mesa y en mis piernas dos litros de leche esparcidos
a sus anchas, que creedme si os digo que en el suelo parecen muchos más.
Noqueado ante tan evidente derrota nocturna, me dirigí
cual reo a la silla eléctrica a por las que iban a ser mis amargas compañeras
de noche: la fregona y las bayetas. La hora siguiente la pasé recogiendo lo que
tenía que haber sido mi aperitivo antes de meterme en la cama. Aquello era como
el milagro de los panes y los peces: cuanta más leche recogía más me parecía
que había. Incluso cuando pensaba que ya había terminado de limpiar aparecían
nuevas pruebas del incidente.
Dos meses después he conseguido olvidarlo, no me han
quedado secuelas, aunque no puedo evitar mirar las jarras con cierto recelo.
Desde entonces me echo directamente la leche de la botella, por ahorrar
intermediarios más que nada.
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