viernes, 9 de octubre de 2015

La jarra de Cola Cao.


Eran las tres de la madrugada. Para ser Febrero, el día había resultado bastante caluroso, la gente había aprovechado la ocasión para pasear sin abrigo ni bufanda, imaginando que ya era junio. Aunque pronto llegarían las seis de la tarde para recordar que seguía anocheciendo pronto y que el frío en Segovia no desaparece, sólo se esconde.

Como os he dicho, eran las tres. Puedo parecer pesado insistiendo pero, para el hecho que voy a relataros, la hora puede llegar a ser importante. Toda mi familia estaba acostada menos yo, porque me gusta quedarme hasta tarde para hacer cosas o ver una película. Llevaba un rato viendo un capítulo de “Aída” cuando vino el sueño a por mí, aunque antes me entraron ganas de beber algo. Qué decisión más poco acertada, pensaría minutos después.

Fui al frigorífico. Lo abrí. Entre todos los alimentos destacaba de manera especial una jarra llena de leche con Cola Cao. Allí estaba ella, repleta hasta el borde prácticamente, deseosa de que la agarrara fuertemente por el asa y vaciara su contenido en una taza. Con esa insinuación no podía decirle que no, uno no está hecho de piedra. Dejándome llevar, cogí con vehemencia fuertemente la jarra y la saqué del frigorífico para llevarla a la mesa que se encuentra a un metro escaso. "¡Tú no te me escapas!"- pensé.

Creedme queridos lectores cuando os digo que pocas veces me he equivocado tanto al hablar. Noté que algo no iba bien. El ambiente se enrareció, los árboles en la calle se agitaban nerviosos, los contados pájaros que quedaban despiertos huían despavoridos de la ciudad…, algo terrible estaba a punto de suceder. Dicen que en un segundo te puede cambiar la vida. Aún no he podido comprobarlo, pero sí he visto de primera mano que en una milésima te puede cambiar la noche.

Y es que una milésima de segundo es el tiempo que tardó el fondo de la jarra con dos litros de Cola Cao (recordad que no estaba medio vacía sino repleta) en romperse camino de la mesa. Por si no me habéis entendido bien, no estoy diciendo que la jarra se quebrara en mil pedazos ni nada parecido, no. La jarra quedó totalmente intacta con la insignificante salvedad de que el fondo se despegó del resto del objeto. Una anécdota divertida sino fuera porque un tsunami de leche empezó a correr incontrolable por la cocina.

Me quedé con la jarra en la mano, ya no había vuelta atrás. La miraba incrédulo. Creo que la expresión "se te ha quedado cara de tonto" se creó acuñó para situaciones como esta. Intentaba buscar una explicación a por qué a las 3 de la mañana tenía un recipiente sin fondo en la mano y en el suelo, en la mesa y en mis piernas dos litros de leche esparcidos a sus anchas, que creedme si os digo que en el suelo parecen muchos más.

Noqueado ante tan evidente derrota nocturna, me dirigí cual reo a la silla eléctrica a por las que iban a ser mis amargas compañeras de noche: la fregona y las bayetas. La hora siguiente la pasé recogiendo lo que tenía que haber sido mi aperitivo antes de meterme en la cama. Aquello era como el milagro de los panes y los peces: cuanta más leche recogía más me parecía que había. Incluso cuando pensaba que ya había terminado de limpiar aparecían nuevas pruebas del incidente.


Dos meses después he conseguido olvidarlo, no me han quedado secuelas, aunque no puedo evitar mirar las jarras con cierto recelo. Desde entonces me echo directamente la leche de la botella, por ahorrar intermediarios más que nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario