jueves, 23 de septiembre de 2010

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Mariana soñaba cada noche en la soledad de su habitación con finos pinceles que trazaban en un lienzo blanco futuros tan inciertos como reales donde hasta tocar las estrellas con la yema de los dedos era una posibilidad cercana si se luchaba por ello. Conocí a la verdadera Mariana Delgado cuando entramos en aquella cueva en la que el único ruido era el del eco de las gotas cayendo desde el techo que nos acogía y nos invitaba a cobijarnos y a escondernos de un mundo en el que ninguno de los dos teníamos definido cuál era nuestro sitio. La oscuridad nos atrapaba a medida que nos adentrábamos. No me hallaba ante la chica de las habladurías, de las que estaba al tanto. No hacía nada por evitarlas porque ningún chico tenía el poder de hacerla daño. Monteviela fue moldeando a su gusto un falso personaje a través de las mentiras de unos y de otras, pero Mariana lejos de llorar, reía. –Eres la primera persona a la que le cuento esto, yo nunca he estado con un chico- su confesión, sentada en una fría roca que parecía haber sido creada para que ejerciera de banco, fue un rayo de esperanza que impactó en mi pecho. Me avergoncé cuando comprendí que yo también estaba infectado por los rumores. Era verdad que no quería creerlos y que me creaban dudas, pero era igual de cierto que, hasta ese instante, no hubiera puesto la mano en el fuego por ella. Se lo dije, tenía que devolverle la sinceridad. No me lo reprochó, al contrario, lo entendió. El único antídoto posible para curarse consistía en escucharla, en leer sus gestos, sus manos, su voz. Le pregunté por su actitud el día que la conocí –te estaba vacilando, jamás besaría a alguien sin conocerle primero. Me pareciste un chulito. Te devolví la arrogancia que demostraste al llamarme mentirosa. De todas formas, te acobardaste ¿eh?- vaya si me acobardé. Lo confesé abiertamente.

Pasamos la mañana descubriendo los recovecos de la cueva y los de nuestros corazones. En el suyo vivía una futura abogada, en contra de la opinión, o más bien de la imposición, de su padre, que quería condenarla a una vida de servidumbre forzosa. Defensora como era de las causas perdidas, sentía que su futuro estaba ligado al de los desfavorecidos. –Alguien tiene que protegerles de tantas injusticias y de tantos injustos que gobiernan- comentaba convencida. En 1964 no era habitual encontrar a mujeres rurales en la Universidad, y menos aún progenitores que las animaran a dar el salto del pueblo a la ciudad, de la rutina al descubrimiento. Entre las opciones que barajaba se incluía la de huir de casa, rumbo a Madrid, si no cedían a su voluntad. En junio terminaría su último curso, entonces sería el momento de tomar decisiones cuya única condición era que no se podía volver atrás. No tenía miedo de dar el paso que en ningún caso iba a estar condicionado a su familia –lo haré con o sin su apoyo- afirmaba. Cambió de tema interesándose por mi pasado y aparcando el porvenir que la inquietaba. Le hablé de los amigos que dejé con el juramento de un hasta luego que la distancia convirtió en un adiós definitivo. Tuve el placer de presentarle, a través de mis palabras, a David, Álvaro, Josito, Víctor y sobre todo a Mateo, mi compañero inseparable desde que, a los cinco años, una pelea en el colegio por una goma de borrar nos valiera un castigo que nos unió para siempre, aunque tras mi marcha no volviéramos a vernos. Nunca conseguimos llegar a un acuerdo. Hoy, casi sesenta años después, sigo pensando que era mía. Ojalá supiera qué fue de Mateo, era tan terco como yo. Si está vivo seguirá diciendo que le robé la goma.

Con Mariana regresé a las meriendas en el Parque del Ángel. Cada familia llevaba tortillas de patatas, pan, queso, manzanas y peras. Los críos devorábamos los alimentos y nos marchábamos lejos de su vista para que no nos regañaran por los gritos que dábamos. Jugábamos largas horas al escondite, excluyendo por supuesto a las niñas, rivales irreconciliables. Marcábamos estrategias para evitar ser cazados por el enemigo. Las plasmábamos primero en la arena con un palo a modo de puntero. Quien perdía disponía de diez minutos para descubrir el lugar secreto donde nos agazapábamos a la espera del momento justo para salir y proclamar nuestra victoria. Así una y otra vez, escondidos en lugares inverosímiles donde a duras penas cabíamos. Rememoré la ocurrencia que le costó un disgusto a Josito Sancho, en 1956, en el merendero, cuando teníamos nueve años. Se escondió en un antiguo cajón de la electricidad y quedó atrapado durante hora y media. Escuchábamos sus súplicas como si proviniesen de ultratumba, y las de su madre, sumida en un cómico ataque de histeria. Josito gritaba que no podía respirar, juraba por el niño Jesús que nunca más volvería a esconderse si le sacaban del zulo. Mintió. El susto le duró lo que tardamos en regresar a la escena del crimen, una semana, dos a lo sumo. El padre le maldecía. En vez de animarle le avisaba de la manta de palos que le caería en cuanto consiguieran rescatarle. ¡Y vaya si recibió! Le dejó el culo rojo de la cantidad de azotes que le atizó. Lloró más estando fuera que dentro. De broma le decíamos que le hubiera venido mejor quedarse en la caja eléctrica, encerrado, así estaría a salvo del señor Sancho, famoso en la ciudad por su facilidad para zurrar a su mujer después de noches de alcohol y de malgastar su sueldo en señoritas de compañía. Mariana me interrumpió, la veía inquieta...............

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