jueves, 20 de enero de 2011

El aeropuerto

Camino del aeropuerto, Basilio sigue con la mirada y con los dedos las líneas blancas que van dejando los aviones a su paso por el cielo. Piensa en la gente que viaja dentro, en la cantidad de historias anónimas que vuelan a miles de pies del suelo. De repente recuerda que no le gusta su nombre, ni siquiera cuando en el colegio se lo recortaban y se quedaba en un simple “Basi”. Basi pásame el balón. Basi a qué hora quedamos. Acuéstate pronto Basi, que mañana tienes examen… así que empezó a usar su apellido, Vázquez. Encantado Vázquez. Tres días y volamos a Estados Unidos, Vázquez. Te quiero, Vázquez… sí, Vázquez le gusta, va más acorde con su personalidad.


El chófer le baja las maletas al llegar. Le acompaña hasta que factura. Le agobia tenerlo siempre detrás, piensa que por ser Director General no tiene que ir escoltado como si estuviera amenazado por los terroristas. Tiene 38 años, energía le sobra. ¡Pero Vázquez, un director general de tu nivel no debe conducir ni cargar con su equipaje, para eso ya tenemos personal especializado! le dice con sobredosis de prepotencia uno de sus superiores, el que antes olvidó que un día también fue becario. ¡Qué pronto se le ha olvidado a este imbécil de dónde viene! piensa Vázquez. Es un secreto suyo que no compartirá. Si algo aprendió de su padre es la discreción: -“No destaques en el ámbito laboral por nada que no sea tu trabajo… los demás caerán por el peso de sus palabras”- decía como consejo que agarrar y llevarlo en el mismo bolsillo que la humildad.



Vázquez entra en la zona VIP. Es uno de los pocos lujos de su cargo que acepta con gusto. Es el único espacio del aeropuerto en el que los minutos son minutos. En los sofás de cuero se sienta a leer el periódico, malas noticias abren la portada, peores noticias cierran la contraportada. Va con tiempo. Se dispone a echarse una pequeña siesta, no más de diez minutos. Pero no lo hace. Una voz, en el pasado familiar, le nombra casi en silencio a la vez que le toca el hombro.


-Basi, ¿eres tú?- Vázquez no sabe cuándo fue la última vez que alguien le llamó Basi. Hará por lo menos 20 años, quizá alguno más. Esa vez le ha sonado hasta bien, no por el nombre en sí, que sigue sin gustarle, sino por la voz que ha susurrado las cuatro letras, Basi. Vázquez levanta la cabeza. Ella sigue como hace 21 años, igual de guapa, de viva, con la sonrisa por bandera, la que no abandonó ni cuando sus padres se separaron e iba a clase disimulando estar bien. “A mí no me engañas”- dijo él. “A ti no quiero engañarte”- respondió Elena, secándose las lágrimas al doblar la esquina sabedora que ya nadie la veía.


-¡Qué alegría, Basi, pensé que no nos volveríamos a ver!- Vázquez esperó ese día tantas veces que tuvo miedo de que llegara, pues la realidad no supera nunca al sueño, a la expectativa del reencuentro. Cada palabra que pronuncia se sale del guión escrito en su imaginación, en ese recuerdo que, junto con una fotografía desgastada de observarla y no tocarla, conserva intacto, sin interferencias que destruyan el sabor real de los besos.


Hablan de cómo les ha tratado la vida desde que el destino les separara antes de lo previsto. Elena le cuenta que convirtió el sueño en realidad, ser diseñadora de moda y viajar por todo el mundo vistiendo a las mejores modelos. Vázquez no le explica que no tuvo valor para estudiar Filosofía, como siempre había querido y que terminó haciendo Económicas, aunque no le gustara. Se salta ese tramo. A él le han repartido más suerte de la que cree merecer. Elena le dice que está casada desde hace siete años y que tiene una niña, Jimena, muy guapa, le enseña una fotografía. “Sí que es guapa, sí”, confirma Vázquez, que le oculta que cada 13 de marzo se ha acordado de su cumpleaños, y que hubiera querido tener su teléfono para felicitarla, volver a escucharla y rememorar el diecisiete cumpleaños de ella, cuando ajenos al futuro se juraron compañía eterna. A cambio le relata que es feliz con una chica, Lola, que también trabaja en su empresa.


La megafonía les obliga a partir con la misma prisa que un día lo hizo un tren. Última llamada para los pasajeros de Iberia con destino a París. -“Ese es mi tren”- dice Elena, inconscientemente. –“Quiero decir que es mi avión” – ya es tarde para rectificar, ambos lo han entendido. El reloj, detenido en la estación el 24 de julio de 1989, vuelve a correr para ellos. Ya no se deben un adiós. Prometen llamarse y cenar cuando la agenda de los dos, la misma que les condena a ser reos de sus trabajos, les libere unos segundos. Ambos saben que no sucederá, pero ya no importa, sólo querían verse una vez más y despedirse como no hicieron veintiún años atrás, cuando las puertas de un tren que partió de Madrid a las 7.55 de la mañana se cerraron, robándoles a cada kilómetro que recorría un pedazo de vida juntos.

5 comentarios:

  1. Muy bonito. Cuántos momentos ignoramos que podrían habernos cambiado...

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  2. Triste historia y hermosa y una pasada como enlazas las palabras. Es como seguir el camino de baldosas amarillas, cada palabra me lleva a la próxima y más y más... y no deseo que acabe.
    Jo, me encantó!
    Gracias.
    Un abrazo

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  3. Delicioso encuentro. O es quizás un desencuentro??, sea lo que sea muy bonito!

    Un saludo

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