martes, 22 de febrero de 2011

La hija del librero




Cada tarde paso sobre las 19.50 por la librería “Sánchez-Muñoz”. Está justo al lado de mi casa, a veinte metros nada más salir, a mano derecha. A veces me paro en el escaparate, me gusta comprobar al menos una vez a la semana si hay novedades que merezcan ser compradas. No suele ocurrir. El librero, un hombre antipático que debe rozar los setenta años y que parece condenado por el peso de cada página que no logra vender, tiene la estúpida manía, desde hace un par de años, de ofrecer únicamente best sellers y obras menores de famosos escritores venidos a menos, o a nada. Para colmo, los vende a un precio superior al de las grandes superficies. “Así te va a durar poco la librería”, pienso con cada decepción de no encontrarme una publicación que me revuelva por dentro, que me inquiete. Quiero entrar y decirle que su posición de librero le otorga la posibilidad de rescatar de las profundidades del olvido grandes obras dignas de ser vividas por los ávidos lectores que devoran hojas, deseosos de vivencias que superen, con creces, la realidad que nos avasalla. ¿Cuánta gente tiene la suerte de tener una tienda de libros tan cerca? Muchos se quejan de los ruidos de los bares o establecimientos que invaden la paz de sus casas. Yo no tengo ese problema.


Desde hace dos semanas, el viejo librero no regenta su negocio. Las cotillas del barrio y los sabelotodo que se sientan en la terraza del bar de Marcelino cuentan que está enfermo, una pulmonía, sentencian ellas, un cáncer terminal, aseguran ellos sin más credenciales que sus largas trayectorias cargadas de rumores infundados. Al frente de la librería ha quedado momentáneamente su hija. Ella sola custodia la tienda que le ha dado de comer, y que seguro le ha hecho soñar. Ahora empiezo a detenerme con más asiduidad frente al escaparate, lo ha cambiado por completo. Los aburridos Elvira Lindo, Paulo Coelho, Javier Reverte o Lucía Etxebarría han dejado paso a jóvenes escritores con muchas cosas que contar, y a grandes clásicos que la historia parece haber reservado exclusivamente a un puñado de lectores. Copperfield, Dorian Gray o Anna Karenina resucitan con ella.




Cuando me decido a entrar, soy recibido como si fuera el primer cliente en cientos de años. Cierra el libro que lee (no logro ver el título) y se centra en mi presencia.

-Buenas tardes, caballero. ¿Puedo ayudarle?- quedo tentado de explicarle que sólo he entrado porque me encanta verla leer. Porque me encanta también cómo coge los libros, cómo los trata. Los sujeta con firmeza y a la vez con suavidad, con sus finos dedos, tratándolos como si fueran frágiles cristales que al apretarlos más de lo permitido por el protagonista de la historia, se desquebrajarán sin darle la oportunidad de vivir nunca el final. Si no fuera un cobarde le explicaría que cada tarde me detengo frente a ella porque verla pasar las páginas con tanta delicadeza es un privilegio. Le relataría también cómo conozco su ritual de cada gesto; se aparta el pelo para que nada moleste su lectura, apoya su otra mano en la pierna, y cuando un relato le conmueve, hace una mueca casi imperceptible. Sus ojos atraviesan con tanta intensidad el libro que lo que queda de ella en el mundo de los vivos no es más que su cuerpo, su imaginación voló hace ya rato, y la única manera de que regrese es abriendo la puerta de la librería y haciendo sonar la campanilla. Cualquier cliente pensará que esa campanilla está para avisar al dependiente de su llegada. Es mentira. Hay que utilizarla porque si nadie la interrumpe, ella no podrá regresar jamás, quedando para siempre en un libro de la que ya es protagonista.

-No se preocupe, sólo voy a echar un vistazo. Puede seguir con su lectura- cojo libros que nada me importan, ni siquiera miro el título. La hija del librero tararea una canción, envolviéndola en un susurro. Es una canción desconocida para mí, pero ya es una de mis preferidas. A veces, en casa, me sorprendo cantándola yo mismo, siguiendo el compás que ella ha dictado. Al final me decanto por dos publicaciones nuevas de una editorial pequeña. Con la mejor de sus sonrisas me agradece la compra y se despide deseándome buenas tardes.

Salgo a la calle y me detengo. Miro el ticket de compra. Le atendió Almudena, dice el papel. Ya sé algo más de ella. La semana que viene volveré y, aunque no le diré nada, seguiré disfrutando contemplándola leer con una pasión que creía muerta.

7 comentarios:

  1. Pues creo que deberias decirle algo!.
    Por cierto, me ha encantado el relato y me encanta como lo cuentas.

    Un saludo!

    ResponderEliminar
  2. Tu escritura me engancha, ya te lo dije en una ocasión, recuerdas? las baldosas amarillas, pues eso.
    Me encantó el relato.
    Yo no le diría nada y disfrutaría esa magia por más tiempo, ya llegará el momento de los juegos malabares.
    Un beso

    ResponderEliminar
  3. bonito nombre... es un simple relato o realidad?

    me gusta!!

    Un beso!!

    ResponderEliminar
  4. perdón, no malinterprete mi comentario
    cuando digo un simple relato, no me refiero a que el relato sea simple, noooo, me ha gustado mucho
    y no es nada simple, enganchaaaa y me gustaría saber como continua si es así...y si es realidad, pues sobre la marcha no?

    un beso!!

    ResponderEliminar
  5. Pilar, mil gracias una vez más por entrar en el blog y dedicar unos minutillos a leer mis historias. Si algún día conozco a esa chica, le diré algo ;-)

    María, tu presencia en el blog es de las que más valoro, pues sin conocernos demuestras que disfrutas con mis relatos tanto como yo con tu blog.

    "Sensaciones". En ningún momento te he malinterpretado, no te preocupes. También gracias a ti por entrar al blog. Permíteme que deje a la interpretación de cada lector si es real o inventado ;-) En este caso termina aquí, no hay segundas partes, pero seguro que de él nace otro parecido. ¡Un beso!

    ResponderEliminar
  6. Me gusto mucho el relato... amigo escritor...
    Alberto

    ResponderEliminar