martes, 13 de diciembre de 2011

Los verdaderos Reyes Magos


Recuerdo cuando descubrí que los Reyes Magos existían de verdad. Creo que tenía siete u ocho años, no lo sé con exactitud. Notaba últimamente un poco raros a mis padres. Les escuchaba hablar por lo bajo en el salón. “¿Se lo decimos ya?” dijo mi madre pensando que yo no estaba en casa. Hasta entonces, en el colegio se oían rumores, pero la postura oficial de los mayores era que los Reyes eran los padres y nadie osaba contradecir esa versión, se daba por buena.

Llegaba la Navidad y nos obligaban a mostrar una falsa ilusión. Escribíamos cartas que no irían a ningún lado. Había que empezar con un “Queridos Reyes Magos, este año me he portado bien”, y yo corroboraba que era imposible que existieran porque de ser magos sabrían sobradamente que me había portado de todo menos bien. Nos impusieron no creer en ellos pero sí fingir lo contrario. Los bajos de las camas y los armarios se llenaban los días previos de bolsas de tiendas donde dábamos por hecho que bajo los envoltorios se encontrarían nuestros regalos. Qué equivocados estábamos. En mi casa, las noches antes de Reyes dejábamos en el salón una hoja para que nos firmaran un autógrafo, y también comida para los camellos, era tradición familiar. Por la mañana, al abrir los regalos, teníamos que mostrar sorpresa de ver la firma de Melchor, Gaspar y Baltasar y los platos vacíos. “¡Se lo han comido todo!” gritaban mis abuelos. Pero era evidente que habían firmado ellos mismos.

Pero todo cambió un cinco de enero, bueno, ya era seis. Mis padres no tuvieron tiempo de ser ellos los que me dieran la noticia. Eran las cuatro de la noche, me desperté con sed. Había estado con fiebre y no había podido ver la Cabalgata más que por televisión. Fui hasta la cocina. Mientras bebía un vaso de agua escuché un ruido que provenía del salón. Mi reacción fue la de esconderme debajo de una mesa del cuarto de estar contiguo, sus faldillas que llegaban hasta el suelo me ayudaron a pasar desapercibido. Desde ahí, levantándolas levemente, podría saber qué ocurría sin ser descubierto. Tenía un poco de miedo, no les voy a engañar. Pero fue cuando descubrí toda la verdad. Años y años engañado por los mayores y haciéndome creer que eran ellos mismos los que compraban los regalos y que las Cabalgatas se llenaban de personas corrientes disfrazadas.

El primero en entrar por la ventana fue Gaspar. Su corona brillaba en la oscuridad. Tras él, Melchor hizo su aparición con su larga barba blanca que le llegaba hasta la mitad del pecho. La tenue luz de las farolas de la calle era suficiente para reconocerles y a ellos les servía para moverse con facilidad por el salón. Temí no ver a Baltasar, mi preferido, pero unos segundos después, Melchor se asomó y susurró “Vamos, Baltasar, que todavía quedan muchas casas por visitar”. Entonces apareció: “se me había caído la corona al jardín”, se justificó. No podía creerlo, los Reyes Magos de Oriente estaban en mi casa, nada más que en la mía. Desistí de intentar avisar a mis hermanos, si me veían los Reyes podrían enfadarse e irse. Cada uno llevaba consigo un gran saco del que fueron sacando los deseos que habíamos pedido en nuestras cartas. Los colocaron cuidadosamente debajo del árbol. Estaban envueltos, pero sabía que ahí estaban el Auto-Cross y los Gijoe de mi hermano, las muñecas de mi hermana, el Super Cinexin, el Fuerte Bravo de los Playmobil, el perfume de mi madre, el libro de mi padre. ¡Seguro que estaba todo! Leyeron nuevamente las cartas para asegurarse que no se dejaban nada. Ahí estaba la mía, la tenía en sus manos. Antes de marcharse, Baltasar les detuvo.

-¡Esperad, no podemos irnos este año sin firmar!- los tres volvieron sobre sus pasos. En la mesa habíamos dejado tres hojas, cada uno firmó la suya.

-Nos falta algo por dar- dijo Melchor. El Rey se acercó hasta la mesa donde me hallaba observándoles. Bajé rápidamente las faldillas de la mesa, con un poco de suerte no había sido descubierto y no se llevarían los regalos. Dejé de escuchar pasos por un momento, Melchor estaba muy cerca. Cuando di todo por perdido, sentí cómo se alejaba, y al poco escuché el ruido de la ventana del salón cerrarse. Al saber con certeza que se habían marchado, salí del escondite. Justo al lado, Melchor había dejado un trozo de carbón dulce. Sin duda ellos estaban al corriente de mis travesuras y de que les había espiado, pero los regalos siguieron bajo el árbol. Me acerqué a la ventana, se alejaban subidos a sus camellos, que cargaban con los sacos repletos de más regalos que aún quedaban por entregar en cientos de hogares antes de que el sol saliera y los niños y mayores de todo el mundo se despertaran. Baltasar se giró y me saludó sonriente con su mano.

Volví a la cama emocionado, pero finalmente pude dormir. Ya por la mañana, la algarabía reinó en el salón donde horas antes había hecho el descubrimiento más importante de mi vida. Mis padres comprendieron al verme que ya sabía la verdad porque esa vez la alegría me duró mucho más allá del momento de abrir los regalos. Desde entonces, cada Navidad, cuando algún niño pequeño me dice “Los Reyes son los padres”, me rio y no le digo nada. Será mejor que se entere por sí mismo de quiénes son Melchor, Gaspar y Baltasar.

6 comentarios:

  1. Por aquella época, esas mentiras me las contaba un tal Victor Rubio :)
    Muy bueno Alberto.
    Salu2

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  2. Que bonito!!! Estoy con la lágrima a flor de piel.
    Yo también quiero verlos. Creo que esta noche de reyes haré guardia.

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  3. ¡Muchas gracias a los 4 por entrar, leerlo y molestaros en comentarlo!
    Un abrazo grande, me alegro mucho que os haya gustado :-)

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