Ella pasa
desapercibida. Nadie se fija nunca en su andar firme aunque castigado por el
paso del tiempo. A esa hora en la que el Sol desciende camino del horizonte y cambia
su amarillo traje de día por el anaranjado vestido del atardecer, ella se
remanga su ropa teñida de luto y camina por la orilla mientras las olas barren
ya sin fuerza sus tobillos.
Digo “ella”
porque no sé cómo se llama, ni quién es, ni cuántos años hace que perdió a ese
hombre al que todavía recuerda. Lo único que sé es que durante diez años
llevamos cruzándonos cada tarde de mis vacaciones, dispuestos a pasear y ver
una nueva puesta de sol, cada día irrepetible. Hay momentos recuperables, pero
la puesta de sol que no se contempla no vuelve jamás.
Cada verano,
cuando piso por primera vez la playa, pienso en si volveremos a cruzarnos. El
primer día nunca aparece, y a veces el segundo tampoco, pero sé que es cuestión
de tiempo que a lo lejos, a muchos metros de distancia, de entre todas los
andares distinga los suyos; unos pasos cortos y lentos que engañan, que parecen
no avanzar ni soportar su delgadez y su avanzada edad… pero que la hacen
recorrer kilómetros con seguridad.
Cuando sopla
fuerte el viento da la sensación de que va a perder el equilibrio desplazándose
unos metros más allá de la orilla, como si el aire pudiera dirigirla a su
antojo, pero no es así, solo se deja llevar hasta que es ella misma la que
decide cuándo retomar el camino anterior. Creo que a estas alturas viento, mar
y ella se conocen a la perfección, poco tienen que ocultarse ya.
En ocasiones
he estado tentado de acercarme a saludarla. Decirle que aunque ella no lo sepa,
yo la conozco, que me encanta su vitalidad, su rutina, sus pausas para recoger
conchas o caracolas con las que seguro escucha el canto del mar… pero nunca lo he hecho,
no sé si por vergüenza o porque en la vida hay momentos que para disfrutarlos
no pueden perder la esencia de lo desconocido.
Y así seguirá
siendo verano tras verano hasta que “ella” pueda.
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