Mariela
No es su verdadero
nombre. A todos dice que se llama Mariela pero a nadie revela siquiera de dónde
viene, es su secreto. Llevo siete meses viéndola todas las tardes y todas las
noches, siempre en la entrada de ese portal que se ha convertido en un refugio
del frío y la lluvia, frente al bar donde trabajo. Algunas veces entra y me
pide una botella de agua. Si no está el encargado delante no se la cobro. Me da
las gracias por lo menos tres veces. Parece avergonzada, como si me debiera
algo. Creo que el valor de esa botella es muy diferente para Mariela.
Y la observo
mirando al suelo, su mejor paisaje. No quiere ver llegar al próximo cliente.
Curiosa palabra, “cliente”. Ése que con el falso pretexto de la soledad querrá
pasar una hora con Mariela. Tendrá que negociar el precio. Veinticinco euros
será el punto de partida. Él se hará el ofendido, dará quince. Veo cómo intenta
decirle que no, quiere hacerle creer que no es lo que busca, pero él insiste.
Escucho un silbido que viene del otro lado de la calle. Mariela pronto lo
reconoce. Su jefe, probablemente el mismo que la extorsiona amenazando a su
familia. Con un gesto la advierte, tiene que irse con él, no hay opción, y ella
accede fingiendo con la mejor de sus sonrisas, como si le hubiera estado
esperando toda la vida. Durante esa hora, Mariela será la mejor amante, dirá lo
que él quiere escuchar. La creerá porque no hay más ciego que el que no ve la
realidad.
Y no puedo
evitar verlos regresar. Él, satisfecho, sonrisa de ganador, se irá a casa, con
su mujer. El domingo volverá a hacer de padre ejemplar y jugará con sus hijos
en el parque. Y mientras, Mariela vuelve llorando, una vez más, pero siempre
por dentro, porque es mentira que a todo se acostumbra una persona. En su cara
nadie verá tristeza, pero llevo observándola mucho tiempo y, aunque apenas
hemos hablado, yo la conozco.
Y valoro que
pague un precio alto por huir de la miseria de su país. Y lo aprecio sin tener
idea de lo que estoy hablando, yo, que me quejo continuamente porque trabajo
nueve horas en una cafetería, cinco días a la semana y aguanto a clientes algo
maleducados.
Y odio las
miradas de las personas que pasan delante de ella juzgándola con gestos de desprecio, ignorando que para Mariela ser
libre no es un derecho. Y las odio porque nunca sabrán la verdad. Preferirán
pensar que es prostituta porque no quiere tener otro trabajo que ellas mismas
califican como sacrificado. Y sobre todo las detesto porque no saben el
sufrimiento que hay detrás de ese rostro amable.
Y cada tarde
imagino que tengo el dinero que compre su libertad, sin más pretensión que la
de que no vuelva a pisar esa calle, que huya lejos, a esa tierra donde dicen
que se puede encontrar una vida digna, porque lo que tiene ahora no lo es.
Nunca lo haré, lo sé, pero Mariela tampoco lo aceptaría. Estúpido quien piense
que no tiene dignidad, es de las pocas cosas que le sobran.
Esa es
Mariela. Quería que la conocierais por si un día os cruzáis con ella. Que
sepáis que es una mujer fuerte y que, si el destino en el que no creo demasiado
es justo, saldrá adelante porque se lo merece más que nadie.
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