miércoles, 7 de mayo de 2014

Mariela

No es su verdadero nombre. A todos dice que se llama Mariela pero a nadie revela siquiera de dónde viene, es su secreto. Llevo siete meses viéndola todas las tardes y todas las noches, siempre en la entrada de ese portal que se ha convertido en un refugio del frío y la lluvia, frente al bar donde trabajo. Algunas veces entra y me pide una botella de agua. Si no está el encargado delante no se la cobro. Me da las gracias por lo menos tres veces. Parece avergonzada, como si me debiera algo. Creo que el valor de esa botella es muy diferente para Mariela.

Y la observo mirando al suelo, su mejor paisaje. No quiere ver llegar al próximo cliente. Curiosa palabra, “cliente”. Ése que con el falso pretexto de la soledad querrá pasar una hora con Mariela. Tendrá que negociar el precio. Veinticinco euros será el punto de partida. Él se hará el ofendido, dará quince. Veo cómo intenta decirle que no, quiere hacerle creer que no es lo que busca, pero él insiste. Escucho un silbido que viene del otro lado de la calle. Mariela pronto lo reconoce. Su jefe, probablemente el mismo que la extorsiona amenazando a su familia. Con un gesto la advierte, tiene que irse con él, no hay opción, y ella accede fingiendo con la mejor de sus sonrisas, como si le hubiera estado esperando toda la vida. Durante esa hora, Mariela será la mejor amante, dirá lo que él quiere escuchar. La creerá porque no hay más ciego que el que no ve la realidad.

Y no puedo evitar verlos regresar. Él, satisfecho, sonrisa de ganador, se irá a casa, con su mujer. El domingo volverá a hacer de padre ejemplar y jugará con sus hijos en el parque. Y mientras, Mariela vuelve llorando, una vez más, pero siempre por dentro, porque es mentira que a todo se acostumbra una persona. En su cara nadie verá tristeza, pero llevo observándola mucho tiempo y, aunque apenas hemos hablado, yo la conozco.

Y valoro que pague un precio alto por huir de la miseria de su país. Y lo aprecio sin tener idea de lo que estoy hablando, yo, que me quejo continuamente porque trabajo nueve horas en una cafetería, cinco días a la semana y aguanto a clientes algo maleducados.

Y odio las miradas de las personas que pasan delante de ella juzgándola con gestos de  desprecio, ignorando que para Mariela ser libre no es un derecho. Y las odio porque nunca sabrán la verdad. Preferirán pensar que es prostituta porque no quiere tener otro trabajo que ellas mismas califican como sacrificado. Y sobre todo las detesto porque no saben el sufrimiento que hay detrás de ese rostro amable.

Y cada tarde imagino que tengo el dinero que compre su libertad, sin más pretensión que la de que no vuelva a pisar esa calle, que huya lejos, a esa tierra donde dicen que se puede encontrar una vida digna, porque lo que tiene ahora no lo es. Nunca lo haré, lo sé, pero Mariela tampoco lo aceptaría. Estúpido quien piense que no tiene dignidad, es de las pocas cosas que le sobran.


Esa es Mariela. Quería que la conocierais por si un día os cruzáis con ella. Que sepáis que es una mujer fuerte y que, si el destino en el que no creo demasiado es justo, saldrá adelante porque se lo merece más que nadie.

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