lunes, 15 de noviembre de 2010

Desaparecidos (I Parte)
Sabía que aquel verano en la casa del pueblo iba a ser diferente. De antemano nadie salió a recibirme a mi llegada, como siempre hacían mi tía Dolores o mi primo José Carlos cuando tocaba el claxon anunciándome. Por primera vez en treinta y cinco años mi familia había decidido no juntarse en vacaciones. Al principio les acusé de alarmistas, pero creo que lo hacía únicamente por la rabia de no disfrutar de mi mes de descanso con ellos, como siempre hacíamos los padres,primos, tíos y abuelos. Me dijeron que era un insensato por ir sin saber todavía qué había pasado con las dos chicas y el hombre que habían desaparecido unas semanas antes. El jefe de la Policía Local afirmaba que estaban tras la pista. En sus palabras se intuía la mentira y los nervios por la presión popular, que clamaba por recuperar a su gente. Cada día que no los encontraban nacían nuevos rumores y habladurías, la tensión crecía, todos y ninguno eran sospechosos. La alegría vecinal dio paso a la desconfianza, a miradas de soslayo, a señalar y acusar a los vecinos de peor reputación.

Una de las niñas desaparecidas era muy conocida en mi familia. Solía pasear cada tarde de Julio con mi sobrina Elena, de catorce años. Entre ellas se compenetraban muy bien. Este hecho también ayudó a que mi hermana no quisiera venir al pueblo, sabía que Elena lo pasaría mal. El hombre en paradero desconocido también nos era familiar. Era el zapatero y, aunque no le frecuentábamos mucho, sabíamos quién era. Parco en palabras y un poco arisco, nunca se dejaba ver en las fiestas patronales ni en las noches de tertulia improvisadas en las terrazas y bares de la Plaza mayor, con el reloj del Ayuntamiento avisándonos de que la noche caía sobre nosotros.
Saqué las maletas del coche. Me costó acceder a la casa. La puerta era de madera y con el calor se dilataba, haciendo casi imposible su apertura. A golpes con el hombro cedió. Se abalanzó sobre mí una corriente de aire frío que parecía estar esperando a que alguien la liberara después de tantos meses encerrada. A pesar de las altas temperaturas la casa tenía la capacidad de mantenerse fría en el piso de abajo. No así en el de arriba, con techos de madera que aún calientes crujían de noche. Las horas siguientes las pase limpiando y acondicionando aquella pequeña mansión que se me quedaba grande, acostumbrado al trasiego de gente entrando y saliendo, riendo y hablando, al jaleo de niños jugando y corriendo por las escaleras y por el patio. Todavía tenía la pequeña esperanza de que se resolviera satisfactoriamente el caso de las desapariciones y mi familia recapacitara y decidiera venir conmigo.

Al terminar la limpieza salí a cenar a la Taberna de Manolo, que hacía las mejores patatas bravas que había probado. Salió de la barra para darme un abrazo que casi me parte en dos. Sin pedírselo me sacó una ración de patatas y otra de callos que, como buen madrileño que era, cocinaba con maestría. Se sentó a comer conmigo, tenía poco trabajo, sólo estaba yo. En ese momento me di cuenta que el miedo en el pueblo existía de verdad. Habitualmente la Taberna se llenaba desde las ocho de la tarde hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Los vecinos al volver de la piscina sacaban sus cervezas y sus copas de vino a la calle y arreglaban y desmontaban el mundo a gritos y discusiones que nos conocíamos de memoria de lo repetidas que estaban. En cambio aquel año, por lo que me contaba Manolo, al anochecer los padres obligaban a sus hijos a entrar en casa a ver la televisión. Había una especie de toque de queda que sólo esquivaban los cincuentones solteros y los mayores que echaban la partida por la noche porque decían que en sus casas no podían dormir por el calor.

Me quedé con Manolo hasta la una que cerró. Bajamos la verja y nos despedimos. Siempre era un placer charlar con él. Su criterio y coherencia eran un punto de apoyo para cualquiera que le pidiera consejo. Yo lo hacía siempre que le veía. De vuelta comprobé inquieto que el ambiente de tensión me estaba contagiando a mí también. Andaba desconfiado, mirando continuamente hacia atrás. Las calles antaño nunca desiertas ayudaban a ello.

Llegué a casa. Podía haber dormido en el piso de abajo, pero de siempre lo hice en el de arriba, en la gigantesca habitación que daba miedo a los más pequeños por los sonidos de las tuberías que se acentuaban de noche, los baúles y cuadros antiguos que la decoraban y por los ruidos del vecino con el que compartíamos la pared. Abrí de par en par el balcón que daba a la calle para que entrara algo de aire. Me tumbé exhausto después de un largo viaje de 7 horas. Estaba tan cansado que no podía dormir. Acalorado fui al balcón y encendí un cigarro. Me llamó la atención un gato color canela. Estaba parado. No dejaba de mirarme fijamente. Yo hacía movimientos bruscos para asustarle, pero ni se inmutaba. Me resultó extraño. Probé tirándole el mechero, pasó a escasos centímetros de su cabeza. El animal seguía en la misma posición, observándome.

-¡Serás cabrón! Ya te cansarás – dije en voz alta.
Terminé el cigarro. Cuando iba a meterme de nuevo en la cama pasó algo inexplicable. El gato maulló violentamente y, asustado, echó a correr perdiéndose en la oscuridad. No había nadie más. ¿Por qué al lanzarle mi encendedor no se perturbó y de repente sin motivo se asustó? Volví a comprobar que no podía haber sido otra persona. No encontré un razonamiento lógico. Me olvidé e hice otra intentona para dormir.
Continuará........

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