sábado, 13 de noviembre de 2010

Una historia importante

Hay historias que, por pequeñas y anónimas que parezcan, merecen ser relatadas. Tal vez al hacerlo se pierdan detalles, se inventen otros, se cambien nombres, algo no se ajustará a lo que pasó…, pero dará igual, lo importante será contado a quien quiera leerlo.
Al despertarse, Gabriel ya sabía que estaba muriéndose. Si algo había aprendido en noventa y un años era a leer los ojos de las personas, y los de Esperanza, su mujer, nunca mentían. Pero, lejos de representar escenas dramáticas, hizo como si todo fuera bien, sonrió, agarró la mano de Esperanza y empezó a hablar de cosas sin importancia, con la vitalidad que se le escapaba pero con la sonrisa que ni siquiera perdió cuando con diecinueve años tuvo que luchar en la Guerra Civil contra unos enemigos que no eran los suyos.
Esperanza conocía a su marido sólo (lo quito) con la precisión de quien se conoce a sí mismo; no podría engañarle. Pero tampoco hizo falta decirle que se moría, sabía que lo sabía, entre ellos no hacían falta palabras de más. Era el momento de cumplir la última ilusión de Gabriel, despedirse de su familia: sus cuatro hijos, dieciocho nietos y nueve bisnietos, esos de los que siempre hablaba una y otra vez y enseñaba fotos con orgullo de padre, de abuelo y de bisabuelo, cuando alguien iba a visitarle a casa. Esperanza fue llamándoles uno por uno, les pidió que fueran llegando poco a poco. Y así lo hicieron. Desde Madrid, desde Barcelona, desde Inglaterra, nadie quiso faltar por lejos que estuvieran.
El primero en entrar en la habitación del hospital fue Alejandrito, su bisnieto de siete años. Desde que nació se convirtió, aunque nunca lo pensó así, en su preferido. Quizás porque vivían al lado y se veían a menudo, y quizás también porque era el único que era su viva imagen. Cuatro generaciones después, Gabriel renacía en Alejandro, que se comportaba con la misma vitalidad e inteligencia que él en 1927. Sólo a Alejandrito le confesó, susurrándole al oído, que pronto tendría que irse pero que estarían más cerca de lo que él creería. Después fueron apareciendo el resto: Ángel, Miguel, Isabel, María, Elena, Cristina, Javier, Jorge… todos entraron sonriendo. Olvidaron por qué estaban allí, le contaron anécdotas pasadas que habían revivido una y mil veces en cenas navideñas, en vacaciones, en reuniones familiares... Gabriel seguía corrigiéndoles con la misma intensidad que siempre cuando consideraba que alguno de sus nietos daba fechas o nombres erróneos que distorsionaban la realidad. También recordaron todos juntos aquel maravilloso viaje a un pequeño pueblo inglés, la primera y única vez que salieron de España él y Esperanza.
El momento de la despedida fue el más duro para cada uno de los treinta y seis familiares que fueron al hospital. Los médicos avisaron de que ya no podían estar más tiempo. Cuando recordaron qué hacían allí volvieron a la verdad más triste: ya no habría más historias que contar, ni tardes de fútbol en el estadio, ni meriendas en la Casa de Campo, ni llamadas de buenas noches, ni cenas de Nochebuena entrañables, porque faltaría el hombre más honrado y con más carisma que nunca conocerían, Gabriel. Aunque no se pusieron de acuerdo, ninguno al salir le dijo “adiós”, sino un “hasta ahora abuelo”, “hasta ahora papá”, entre lágrimas, que sonaron más eternos que reales.
El final sólo podía estar reservado a Esperanza. Gabriel le pidió que se acercara y que se tumbara junto a él, abrazados los dos como en los setenta y un años que permanecieron unidos. Las fuerzas se le agotaban y apenas podía hablar, pero tuvo tiempo de decir su nombre una vez más: -Esperanza-. Ella, con la cabeza apoyada sobre su pecho, repitió el nombre de su marido y sólo un segundo después sintió que su corazón se había parado.
Y así se fue Gabriel, con la satisfacción de quien trabajó duro para salir adelante, con la tranquilidad de haber disfrutado de la vida, pero, ante todo, con el orgullo de haber estado siempre rodeado de su gente y sobre todo de la única mujer de su vida, la que siempre le acompañó sin más condición que la fidelidad de su presencia.

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