martes, 11 de enero de 2011

El chico y la mujer

El chico coge la pelota que ha caído a mis pies. Me mira dudando si estoy enfadado porque me ha cortado el paso. Hace el amago de pedirme disculpas, no le dejo. Antes le he mostrado una sonrisa, dando por buena su actitud, está jugando. No debe tener más de doce años, pero para mí es un héroe. Está solo, en el parque, contando los toques que da al balón sin que caiga al suelo. Antes de irme le reto a que supere las 30 patadas. Por dentro tiene que estar llamándome iluso. Me da una lección, pierdo la cuenta en la número 68. -¡Llegarás lejos!- le digo convencido. Él sonríe, quizá soy el primero que se lo dice, quizá el último. Lo repito otra vez, es un pequeño héroe. No lleva móvil, no está enganchado a las redes sociales, no le interesa Internet más que para ver los resultados de su equipo, no lleva el pelo engominado ni viste a la moda que obligan las marcas, la que acepta y absorbe a las masas. ¿Qué por qué lo sé? Porque los parques dejaron de ser hace algunos años punto de encuentro de la juventud que no tenía más privilegio que jugar, divertirse, seguir siendo niños, sin prisa para crecer… Peter Pan ya no es un ejemplo para ellos. Este héroe se llama Jorge, lleva la camiseta de Cristiano Ronaldo manchada de la arena que cubre el balón. Probablemente llegará a casa y su madre le regañará por estar sucio, ignorando el privilegio que tiene de que su hijo no sea uno más… aún. Me despido de él diciéndole que el Real Madrid ganará la liga. Le miento. Lo hará el Barcelona.

Paso por las Ramblas, sorteando vendedores ambulantes. Llego tarde a una reunión con un proveedor. Llevo 25 años siendo mi propio jefe y todavía no me he acostumbrado a las reuniones, las odio, sobre todo con clientes que antes de hacer negocio me cuentan su vida. Decirles que no me interesa podría ser contraproducente para mi empresa, así que asiento a su verborrea sin escucharles lo más mínimo… por eso dice mi mujer que soy un antipático.

En mitad de la calle se ha formado un corro de gente que se va abriendo paulatinamente. Lo primero que veo es a una mujer salir corriendo, el vendedor de rosas se tiene que haber puesto muy pesado para que lleve ella esa cara de pánico. Me acerco. No era para menos el susto, un señor de unos 60 años está sentado en un banco con una navaja apuntando a su cuello. ¿Qué hace allí toda esa gente, esperar el final morboso o intentar ayudarle? Por lo poco que me dejan ver, el asunto está al 50%. Un chico se acerca y recibe la amenaza del desesperado hombre. Si da un paso más se raja.

-Siento estropearle el momento caballero, pero no se va a suicidar- le digo al de al lado, que disfruta grabando con el móvil.

-¿Por qué está usted tan seguro? –me pregunta arrogante, temeroso él de perderse el espectáculo si se cumple mi predicción.

-Lo hubiera hecho ya. No va a poder vender el vídeo a una fábrica de carroña-

Una mujer se abre paso entre la multitud y entre los policías que ya han llegado y no saben qué hacer. Un agente intenta con poco esmero impedirle que se acerque al aprendiz de suicida. Con un manotazo ella se lo quita de en medio. El hombre grita con fuerza -¡que nadie se acerque que me mato aquí mismo!- lo que yo decía, no lo hará.

La mujer se sienta junto a él, en el banco, cruza las piernas y saca de su bolso una botella de agua. Los gritos desaparecen progresivamente, él está sorprendido, ahora están hablando entre susurros, como si no quisieran hacer partícipe del diálogo al público que no ha pagado entrada. Pasan cinco minutos, puede que diez. Entonces sucede lo que unos pocos deseaban, algunos hasta rezaban al aire, el hombre retira el cuchillo y lo tira al suelo. Sangra un poco. Ella saca un pañuelo de tela y se lo coloca en la herida, le sujeta la mano para que ya sea él quien apriete. Él le acaricia la cara –Eres un ángel- le dice. No lo he escuchado, pero le he leído los labios. La policía y los médicos toman el mando, tarde diría alguno, pero lo toman. Sujetan al ex suicida y lo llevan a la ambulancia. La mujer sigue en el banco, mira al suelo, pensando en él ¿qué por qué lo sé? Sus ojos me lo cuentan. Se levanta, con calma huye de la muchedumbre que no deja de aplaudir. Otro señor, más mayor que ella, le pregunta necesitado de su ración de cotilleo diario:

-¿Qué has hecho para que no se mate?-

-Nada, yo sólo le he escuchado- y se marcha calle abajo, a seguir con su vida.

2 comentarios:

  1. Estamos tan interesados en ser escuchados que perdemos la buena costumbre de ESCUCHAR.
    Hablar de uno mismo es el deporte estrella, penurias, dolores y la mala vida que creemos arrastrar. ¿Por qué pluralizo? Nunca me he sentido escuchada y me cuesta escuchar. ¿Qué fue primero, la gallina o el huevo?
    Es triste ver los parques vacíos.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Estoy seguro que más de la mitad de los problemas se solucionarían escuchando, pero como bien dices, la gente prefiere hablar, olvidándose de lo que tenga que decir el de enfrente... es lo que quería expresar en este relato.
    Los parques puede que algún día (lejano) vuelvan a llenarse de vida.
    Otro abrazo, María.

    ResponderEliminar