domingo, 8 de enero de 2012

El día en el que terminó mi carrera musical


Corría mayo del 91. Atrás dejábamos mis compañeros y yo largos meses de amenazas tales como “si os seguís portando mal en catequesis no os dejaremos hacer la Comunión”. Por fin llegó el día en que nos confirmaron que éramos aptos para el Sacramento. Fue un alivio, pues decirle a mis padres que me habían echado hasta de la catequesis me habría costado un castigo más que divino. Pero antes de ese 19 de mayo marcado en el calendario como festivo teníamos una última prueba: un ensayo general para que todo saliera como las monjas del colegio tenían planeado. “Esto está chupao”, le dije a un amigo.

Entré en la capilla seguro de mí. Si el catequista había perdonado mis continuas payasadas no se me iba a resistir nada. Mi familia estaría al completo el domingo para ver cómo me transformaba en un niño bueno y después me esperarían los ansiados regalos. Las prioridades con 9 años son muy claras.

Dos monjas dirigían el cotarro. Una más joven nos fue alineando en el altar. La mitad a la izquierda y la otra mitad a la derecha. Nos dio instrucciones: que si ahora lee fulanito, que si el Sacerdote se os acercará y os preguntará… todo bien, ninguna duda. Durante media hora ensayamos las lecturas, cómo entrar, cómo salir. “Esto lo saco yo con nota, chaval”, volví a asegurarle confiado a mi amigo. Iluso de mí…

En la preparación faltaba una última parte, a priori la más amena: ensayar las canciones. La otra monja, hasta entonces en silencio, era la pianista. Su nombre: Sor Alicia Mallagray. Maña para más señas y especialista en chupetear desmesuradamente con la boca cuando comía caramelos de miel. Enfundada en un hábito que ocultaba su escaso metro y diez centímetros tomó el mando de la situación.

La primera canción decía algo así como “Si la sal se vuelve sosa quien podrá salar el mundo”. La segunda consistía en coger una vela e ir alzándola poco a poco mientras cantábamos “Señor yo creo, señor yo creo pero aumenta mi fe”. Hay que reconocer que mis compañeros y yo estábamos más pendientes de la velocidad con la que subíamos la dichosa vela que de lo que cantábamos. Pero algo iba mal. Miré a los lados. El resto seguía a lo suyo con el “Señor yo creo”, pero yo me sentía extraño, observado sería la palabra. Sentí un escalofrío. ¿Qué me pasaba? Miré a la monja pianista. Sus ojos se clavaban en los míos como si fueran cuchillos. “Qué le habré hecho yo a esta mujer que me está enfilando” pensé preocupado. De repente, sin mediar aviso, dejó de teclear bruscamente.

-Alberto, acércate por favor- se acabó, me iba a echar. Iba a pertenecer al club de Satán el resto de mi vida, y por supuesto adiós a los regalos. Bajé del altar temeroso. El camino se me hizo eterno viendo como ella no deja de observarme a la par que seguía moviendo la boca y recreándose en el caramelo de miel requetechupeteado. Me situé frente a ella.

-Señor Martín. Tú casi mejor que no cantes, te vas a limitar a mover la boca.

-¿¿¡¡¡Cómorrrrrr!!!?? ¿He escuchado bien?

-Creo que es lo mejor para todos. Mira, es muy fácil- la monja se pone a hacer playback peor que Enrique Iglesias en una gala de Nochevieja en televisión. No doy crédito. ¡Me está pidiendo que no cante!

-¿Pero eso por quéééé?- ¡me privaba sin ninguna explicación de la parte que más me gustaba, cantar “si la sal se vuelve sosa”! Me sentí como el jugador que a última hora se queda fuera de la convocatoria para disputar la final del Mundial.

-Hazme caso hijo, que lo vas a hacer muy bien- me sonrió como si me estuviera haciendo el favor más grande. Regresé al altar. Mis compañeros no habían escuchado la conversación, estaban preocupados.


-¿Qué te ha dicho, Sor Alicia- preguntó la más curiosa. No recuerdo qué me inventé, pero no podía confesar que me había mandado hacer playback. Salí del ensayo apesadumbrado. Todo un tenor como yo relegado a la simulación cantora.

Llegó el domingo. Mientras mi madre se afanaba en casa por quitarme con una esponja y jabón los últimos restos de la marca de una Frutipulga de Danone que se me había quedado tatuada a fuego en la frente por querer batir el récord de tenerla absorbiéndome la piel y la sangre (otro día lo contaré con detalle), me preparé para interpretar mi papel secundario. Era como el Pepe Isbert de las Comuniones, o el delgado de Andy y Lucas, me relegaron injustamente a funciones menores.

La Celebración transcurrió según lo ensayado. La monja y yo tuvimos un pequeño affaire cuando intenté rebelarme, pero ella tenía el control y no iba a dejarme cantar bajo ningún concepto. Cuando sonó aquello de “Señor me has mirado a los ojos, sonriendo…” intenté escapar de la censura y me puse a cantar como el resto. Lo que desconocía es que Sor Alicia tenía un radar que detectaba el momento preciso en el que yo pasaba del playback al canto. La miré, me miró, bajé la mirada, ella me seguía mirando, volvía mirarla, levantó las cejas y negó con la cabeza como diciendo: “¡Qué coño estás haciendo!”, anulando mi conato de canto. Volví a la simulación y ya no lo intenté de nuevo. Con la garganta seca levanté la vela como mis compañeros, pero de mi voz sólo salía el aliento de la derrota frente a una diminuta monja en la que se inspiró Risto Mejide para su papel de jurado en Operación Triunfo.

2 comentarios:

  1. Osea, que resulta que eres un aspirante a cantante frustrado. Interesante...

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  2. ¡¡¡¿¿¿Tuviste un "affaire" con una monja????!!!MMMMmmmmm.... qué calladito te lo tenías....

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