miércoles, 17 de septiembre de 2014

La novia triste



¿Puede una fotografía tener el poder de atraparte y llevarte al momento en el que fue tomada?

Solo quedaba una caja por recoger de aquel inmenso desván que llevaba años coleccionando oscuridad y polvo. Los antiguos dueños de la casa me habían puesto como condición para rebajarme el precio que todos los objetos inservibles que se escondían allí dejaban de ser responsabilidad suya. Se excusaron en que cuando veintisiete años antes llegaron ya estaban en el mismo lugar. Nunca habían tenido necesidad de usar el desván y lo habían mantenido cerrado casi tres décadas. Acepté sin resistencia. Habían sido generosos con el precio.

Tras cinco horas me disponía a dar por terminada la tarea.  Quizás por ser la última caja, me entró curiosidad. Fuera solo se podía leer un nombre con rotulador negro: “Almudena”. La abrí. Dentro había un joyero roto, tres libros de poesía, un pequeño espejo y un sobre amarillento cerrado. Lo cogí. Inconscientemente miré a la puerta para comprobar que nadie veía cómo invadía la intimidad de Almudena, cómo traspasaba la línea y me convertía en un entrometido de los que yo tanto criticaba. Fue un gesto absurdo a sabiendas de que no había nadie más en la casa.  

Del sobre saqué una foto en blanco y negro. Era una pareja de recién casados. Ella, con un vestido blanco, estaba sentada en unas escaleras de lo que parecía las afueras de una iglesia. Él, con uniforme militar, sonreía en pie un par de peldaños por debajo. Ambos miraban a la cámara perpetuando aquellos primeros minutos como matrimonio. Di la vuelta a la fotografía.
                                                   
                   Valladolid. 12 de junio de 1961

Cuando giré de nuevo la fotografía, ya no estaba en el desván de mi nueva casa. Me encontraba allí, en Valladolid, en 1961. Frente a Almudena y su marido. El fotógrafo les indicaba constantemente cómo debían colocarse para que, como él decía, fueran los novios más guapos del mundo. En seguida comprendí que no podían verme. Era un simple espectador. Los invitados esperaban unos metros más atrás sin quitar ojo a la joven pareja mientras comentaban cómo había sido la ceremonia. No eran muchos. Cuarenta, tal vez.

Me volví a centrar en la pareja. Fue entonces cuando me di cuenta. Almudena tenía la cara más triste que jamás había visto. Pero nadie podía verlo, porque ella sabía esconderla bajo una sonrisa de la que cualquiera se habría enamorado. Su marido la agasajaba con besos y caricias a las que ella respondía como la novia más feliz, pero su mente estaba en otro lugar. A cada momento en que no se sentía observada, agachaba la mirada para refugiarse del mundo y coger fuerzas. Supe que le hubiera gustado que esos segundos fueran eternos, pero como todas las huidas, tenían fin. Cuando alzara de nuevo la cabeza debía estar preparada, debía ser otra persona, la que todos querían que fuera, la que había apostado por un futuro que para ella se había diluido antes de llegar.


Al terminar la sesión, el fotógrafo pidió un aplauso para los novios. Los invitados fueron a su encuentro para felicitarles nuevamente. De entre todos, uno se diferenció del resto quedándose unos pasos más atrás. Era un hombre de mediana edad, rubio y con bigote. Consumía un cigarro sin casi descanso entre una calada y otra. Pero no destacaba por eso, lo hacía porque era el único cuyos aplausos no eran reales, y porque su mirada buscaba a toda costa no cruzarse con la de Almudena. Terminó el cigarro, lo piso repetidamente y se encendió otro. Reunió el valor que hasta entonces no había tenido y  se acercó a la pareja. Abrazó primero al novio con efusividad, dándole tres palmadas en la espalda que sonaron vacías de sinceridad. Después se dirigió a ella.  La besó en ambas mejillas con delicadeza y sus manos se rozaron antes de separarse para siempre. Los dedos de Almudena le buscaron por instinto, pero él ya estaba lejos… a unos centímetros insalvables.

Reconocí en ella la misma tristeza que había quedado plasmada en la foto que tenía entre las manos. Entendí que estaba oculta en aquel sobre, separada del resto del reportaje, porque era la única en la que no había podido fingir su pena… la de no poder elegir su destino y tener que compartirlo con otra persona diferente a la que quería. Él se marchó, ni siquiera esperó al convite, porque la tristeza nunca puede ser motivo de celebración. Podía haber echado la vista atrás. Habría visto cómo Almudena intentaba correr tras él, pero sus pies no se levantaron jamás del suelo.

Se me cayó la foto de las manos y al recogerla ya estaba de vuelta en mi hogar, el que fue también de Almudena. La volví a guardar dentro del sobre y cerré la caja. La dejé en el mismo lugar, donde ella había decidido enterrar su pasado. Quizá con el tiempo fue feliz. No lo sé. Sin conocerla deseé que así fuera, porque nunca vi una novia tan triste como en aquel 12 de junio de 1961.

1 comentario:

  1. Si al comienzo del relato lo leía por curiosidad pues hacía algún tiempo que no pasaba por aquí, en apenas unas palabras no podía despegar mis ojos de la pantalla. Sorprendente cómo, desde mi punto de vista, captas la atención del lector en relatos tan breves y cómo cuidas las palabras.Desde hoy no voy a permitir que pase el mismo periodo de tiempo desde que pasé por aquí la última vez. Me ha gustado mucho, Alberto.

    ResponderEliminar