martes, 5 de julio de 2011

Eran tardes de verano...

El tiempo tiene la virtud de que a su paso convierte los momentos del pasado en grandes recuerdos. Sí. Quiero decir que cuando vivimos el presente no tenemos la capacidad de valorar en la justa medida las cosas que hacemos. En parte puede que sea culpa de la rutina, de la falsa seguridad de que lo que hoy tenemos mañana no lo perderemos.

Te diría que cerraras los ojos, pero entonces no podrías leer este texto. Así que te propongo que con uno leas y con el otro bien cerrado regreses años atrás.

Suena el timbre del colegio. Debe ser día 20 ó 21 de junio. Si has estado en un colegio de monjas o curas es probable que te haya tocado llevar una bayeta y el “Cristasol” o marca similar: sí, tienes que limpiar el pupitre, las sillas, ventanas, la pizarra… pero no te importa, lo haces con alegría mientras te dedicas a molestar a las chicas si eres chico o a esquivarnos si eres chica. Cada vez que tengas arreglada la mesa vendrá uno de nosotros a volver a ensuciarla… somos unos críos, un incordio. Con 10, 11 ó 12 años no se nos puede exigir nada que no sea la inmadurez y el divertirnos a cada instante. Vosotras habéis tenido la mala suerte de crecer antes, de ser niñas menos tiempo… Peter Pan jamás os lo perdonará.

Esa tarde la pasabas con tus compañeros de clase. Si los padres eran tan benévolos como tus profesores calificando, os dejaban llegar más tarde. A las 11 era buena hora. La Feria ardía de chavales dispuestos a hacernos los duros en las atracciones más peligrosas: ¿quién dijo miedo? Las chicas se reían de nosotros y a su vez nos seguían el juego. Ellas se fijaban en los mayores, nosotros en nadie… sólo queríamos estar con los colegas.

Después se producía un punto y aparte. Cada uno pasábamos el verano de una manera, generalmente separados. Nos veíamos muy esporádicamente e incluso parecíamos extraños, pero no nos preocupábamos, en septiembre todo volvería a la normalidad. Mientras tanto creamos un mundo aparte al cual sólo se accedía en verano y del que seríamos expulsados con las tormentas que anunciaban la caída de las hojas en el tan temido otoño.

Mis veranos han sido siempre días de piscina y amigos en el club militar al que iba. Otros habréis tenido campamentos, pueblos, intercambios… cualquier opción era la mejor para disfrutarla. En mi caso la apertura del Club a finales de junio suponía un acontecimiento. Volvíamos a reencontrarnos los que en el invierno éramos desconocidos. Sería que tanta ropa no nos permitía reconocer los rostros. En apenas un par de horas se rompía el hielo y comenzaban dos meses y medio de diversión. El único “pero” que podíamos tener en vacaciones era que nuestros padres nos obligaran a hacer los ejercicios de los malditos cuadernos “Santillana”, que te birlaban un par de horas de vacaciones cada día. Si tienes buena memoria recordarás la pregunta que te hacías cada vez que lo abrías: ¿para qué vale esto que hago?”, a lo que tu padre te respondía con un contundente: “para que no se te olvide lo del año pasado y estés preparado para el curso siguiente”. Explicarle que a esas alturas ya no recordabas nada no valía.

Creo que lo mejor de todo era la libertad que teníamos para movernos. Si en invierno nuestras horas estaban controladas, en verano al no poder salir del club sin permiso nos movíamos sin dar explicaciones. A nuestros padres sólo les necesitábamos para que nos dieran los bocadillos que dejaban en cuanto a tamaño en evidencia a los de los anuncios de foie gras o para pedirles unas monedas para comprar una lata de Coca Cola (si dábamos muy rápido al botón nos podían salir dos refrescos seguidos al precio de uno) o un helado, que en el caso de los Mikolápiz o los Patapalos, tenían la opción del premio… en cuyo caso lo anunciábamos a los cuatro vientos para que todos se enteraran y tuvieran envidia.

Construíamos cabañas infranqueables con un puñado de ramas secas y mucha imaginación. Intentábamos colarnos en las zonas prohibidas, las que los padres avisaban de que no podíamos pasar bajo ningún concepto. En la prohibición estaba la hazaña. Con los años descubrimos que en la zona no había nada que mereciera la pena, pero siendo niños creíamos que encontraríamos tesoros o lo que ese día nos rondase por la cabeza.

Éramos profesionales del fútbol, frontón, baloncesto, tenis, natación, ciclismo… no entendíamos de cansancio. Siempre juntábamos gente suficiente para jugar a lo que fuera, las opciones eran infinitas. Cada deporte era una competición, todos éramos los mejores y cualquier excusa valía para no aceptar una derrota. Continuamente perdíamos pelotas, otras desparecían sospechosamente, olvidábamos las raquetas, aparecían ruedas de bicicletas pinchadas sin motivo alguno…

Las colecciones de cromos estaban a la orden del día, especialmente las de fútbol. Se formaban auténticos sanedrines de expertos en el intercambio, la negociación y cómo no, en el robo de los fichajes de última hora, los más cotizados. Salir de ese sanedrín con algún atraco consumado se tomaba como un triunfo y sobre todo como una derrota del oponente que ahora tenía más difícil terminar la colección.

Y qué sería de un verano sin accidentes. Las competiciones ciclistas con las BH de Cross terminaban rutinariamente con nuestros huesos en la pista de atletismo, que lejos de ser de tartán estaba hecha de tierra negra y miles de piedrecitas pequeñas que hacían de todo menos amortiguar la caída. Las heridas de guerra duraban semanas enteras, los lagrimones por los golpetazos apenas unos minutos. Igual sucedía en el borde de la piscina. Las ansías de tirar a la gente al agua conllevaba más de una dolorosa caída que arreglaba o remataba el socorrista, depende de cómo se mire, echando litros y litros de agua oxigenada mientras tu padre te decía que así aprenderías y a la siguiente irías más despacio a hacer el tonto.

Nos íbamos 15 días a la playa y a la vuelta todo estaba donde lo habíamos dejado, dispuestos a continuar tras el último punto y aparte. Así cada mañana, cada tarde, cada noche, hasta que llegaban las 11 y los padres empezaban a buscarnos mediante gritos. El recinto era demasiado grande y andábamos desperdigados haciendo de las nuestras o espiando a los mayores de 17 ó 18 años que se escondían para fumar o para darse lo que por entonces conocíamos como “el lote”.

Las tormentas de finales de agosto alertaban de que lo bueno tenía fecha de caducidad, pero lo hacían con lentitud, como si nos diera el privilegio de preparar poco a poco el adiós definitivo que llegaba cuando empezaba a anochecer más pronto y los bañadores se sustituían por jerseys. O cuando en casa veíamos que se compraban los libros escolares y los papeles para forrarlos. No había una jornada final, simplemente los amigos desaparecían despacio, más obligados por los padres (sin los que entrar en el club era imposible) que por gusto, pero sabiendo que al año siguiente estaríamos nuevamente en el mismo sitio, en nuestro universo particular dispuestos a seguir viviendo momentos que, como decía al principio, el tiempo ha convertido en grandes recuerdos.


Eran tardes de verano…………………….

2 comentarios:

  1. Que bonito Alber, si te soy sincero intento que el poso de ese "universo" de los niños no se vaya.. y viva el verano!!! Rbr

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  2. Eres un nostálgico!!! (como yo...)
    Estamos jodidos...

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